Aunque Japón es conocido por su disciplina social y orden colectivo, su historia también está marcada por momentos en que la población se alzó con furia contra la injusticia. Durante el período Edo (1603–1868), se registraron más de 3.000 disturbios campesinos conocidos como «ikki» (一揆). Estas turbas rurales, generalmente formadas por campesinos empobrecidos, surgían para protestar contra los altos impuestos, las malas cosechas y la corrupción de los señores feudales. Un ejemplo emblemático fue la revuelta de Sakura Sōdō en 1671, donde los vasallos de un clan local se enfrentaron abiertamente a su daimyō (señor feudal), desafiando el estricto código jerárquico del Japón feudal.
Ya en el siglo XX, las turbas japonesas adquirieron nuevas formas, vinculadas a la modernización, el nacionalismo y la crisis social. En 1918, al finalizar la Primera Guerra Mundial, estallaron las revueltas del arroz (Kome Sōdō), donde multitudes, en su mayoría mujeres, saquearon depósitos y protestaron contra la inflación de los alimentos básicos. Estas manifestaciones masivas, que se extendieron por más de 600 ciudades y pueblos, pusieron en jaque al gobierno y terminaron forzando la renuncia del primer ministro. Incluso en tiempos recientes, las protestas multitudinarias contra el uso de energía nuclear tras el desastre de Fukushima en 2011 muestran que la turba japonesa, aunque muchas veces contenida, puede arder con fuerza cuando se cruzan los límites del sufrimiento colectivo.

Otro ejemplo poco conocido pero significativo es el de las revueltas estudiantiles de los años 60 y 70, conocidas como el movimiento Zengakuren. Estas turbas juveniles, formadas principalmente por estudiantes universitarios de izquierda, se opusieron ferozmente a la renovación del tratado de seguridad entre Japón y Estados Unidos (ANPO) y a la creciente influencia militar estadounidense en suelo japonés. Las protestas alcanzaron niveles de violencia notoria, con enfrentamientos cuerpo a cuerpo contra la policía antidisturbios en las calles de Tokio. Aunque muchas veces fueron reprimidas brutalmente, estas manifestaciones sembraron el germen de una crítica al poder político que sigue vigente hoy.
Incluso en el siglo XXI, la movilización colectiva en Japón sigue presente, aunque con formas más organizadas y menos espontáneas. Sin embargo, eventos como las protestas masivas tras la tragedia nuclear de Fukushima en 2011, que movilizaron a cientos de miles de personas en todo el país, muestran que el espíritu de la turba enardecida no ha desaparecido. En una sociedad donde el consenso y la armonía suelen priorizarse, estos estallidos demuestran que, cuando se supera el umbral de la paciencia colectiva, incluso en Japón, la multitud sabe cómo hacerse oír con fuerza.